Ella,
era mi vecina. Una niña alta de huesos anchos, aunque delgada, con la que
jugaba de vez en cuando en tardes soleadas de fin de semana, ya fuera porque mi
mamita nos llevaba, a mi hermano y a mí, a recorrer el camino del cerro o a
comprar huevos o miel o quien sabe que otro menester que ya no recuerdo. Ella,
mi vecina Marisol me pasó a buscar para irnos a la escuela.
Aquella
niña era cuatro días mayor que yo y me doblaba en tamaño porque no solo era más
alta que el común de las niñitas de su edad, sino que yo era mucho más pequeña
de lo que debía ser en aquella época, producto de una desnutrición provocada
por aquello que llamaban empacho por comer naranjas que mis primas mayores me
dieron y que a los dos años me tuvo bien complicada y a mi madre enloquecida
por tres meses.
Nuestras
madres se pusieron de acuerdo para que las niñitas se fueran juntas e hicieran
el recorrido de alrededor de un kilómetro a pie y se acompañaran para que
llegaran más seguras a su destino.
En
la despedida observé los ojitos de mi mami llenarse de lágrimas y no entendí
por qué se ponía triste cuando yo estaba tan contenta por ir a la escuela junto
a la tía Chorca, la parvularia más linda que había en el mundo. De todos modos
la abracé y me fui tan contenta con mi vecina Marisol, mi amiguita de juegos a
lo lejos.
Ya
habíamos caminado alrededor de unos diez minutos cuando Marisol aburrida de mis
pasos cortos, comenzó a dar largas zancadas y a alejarse cada vez más de prisa
camino adelante…
-
¡Espérame! –
supliqué. Pero nada.
Mi
vecina Marisol se alejaba más y más y yo me quedé mirándola detenida en medio
del camino polvoriento. A mi izquierda los álamos en línea cercaban un potrero
que apenas se veía entre esta especie de soldados benevolentes que se cimbraban
al compás de una brisa suave y perfumada que se quedó pegada en mi recuerdo
hasta hoy. A mi derecha los sembrados de papas lucían verdes y esponjosos. A mi
espalda el cerro, mi casa y mi madre con sus ojos llenos de lágrimas, los mismos
que he visto tantas veces desde entonces. Adelante, el camino, Marisol a lo
lejos, la escuelita y la tía Chorca. Ahora, la que lloraba era yo, con la manga
limpié mi naricilla enrojecida y moquillenta y los ojos con las manos, me
acomodé el bolsón tejido a crochet cruzado sobre los hombros y seguí adelante,
hacia mi escuelita de campo.