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Tuesday, May 02, 2017

Ella

Ella, era mi vecina. Una niña alta de huesos anchos, aunque delgada, con la que jugaba de vez en cuando en tardes soleadas de fin de semana, ya fuera porque mi mamita nos llevaba, a mi hermano y a mí, a recorrer el camino del cerro o a comprar huevos o miel o quien sabe que otro menester que ya no recuerdo. Ella, mi vecina Marisol me pasó a buscar para irnos a la escuela.
Aquella niña era cuatro días mayor que yo y me doblaba en tamaño porque no solo era más alta que el común de las niñitas de su edad, sino que yo era mucho más pequeña de lo que debía ser en aquella época, producto de una desnutrición provocada por aquello que llamaban empacho por comer naranjas que mis primas mayores me dieron y que a los dos años me tuvo bien complicada y a mi madre enloquecida por tres meses.
Nuestras madres se pusieron de acuerdo para que las niñitas se fueran juntas e hicieran el recorrido de alrededor de un kilómetro a pie y se acompañaran para que llegaran más seguras a su destino.
En la despedida observé los ojitos de mi mami llenarse de lágrimas y no entendí por qué se ponía triste cuando yo estaba tan contenta por ir a la escuela junto a la tía Chorca, la parvularia más linda que había en el mundo. De todos modos la abracé y me fui tan contenta con mi vecina Marisol, mi amiguita de juegos a lo lejos.
Ya habíamos caminado alrededor de unos diez minutos cuando Marisol aburrida de mis pasos cortos, comenzó a dar largas zancadas y a alejarse cada vez más de prisa camino adelante…
-       ¡Espérame! – supliqué. Pero nada.

Mi vecina Marisol se alejaba más y más y yo me quedé mirándola detenida en medio del camino polvoriento. A mi izquierda los álamos en línea cercaban un potrero que apenas se veía entre esta especie de soldados benevolentes que se cimbraban al compás de una brisa suave y perfumada que se quedó pegada en mi recuerdo hasta hoy. A mi derecha los sembrados de papas lucían verdes y esponjosos. A mi espalda el cerro, mi casa y mi madre con sus ojos llenos de lágrimas, los mismos que he visto tantas veces desde entonces. Adelante, el camino, Marisol a lo lejos, la escuelita y la tía Chorca. Ahora, la que lloraba era yo, con la manga limpié mi naricilla enrojecida y moquillenta y los ojos con las manos, me acomodé el bolsón tejido a crochet cruzado sobre los hombros y seguí adelante, hacia mi escuelita de campo.